Asociación Por la Sonrisa de un Niño, España en Camboya 2014.
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APRENDIENDO DE LOS JEMERES
El segundo día, fue emocionalmente más tranquilo pero físicamente mucho más
cansado. Nos despertamos con alegría para continuar: lograr que la casa estuviera
lista a tiempo. Pero, tras dos horas trabajando al sol entre el calor y la gran
humedad, nos dimos cuenta de lo dura que iba a ser la jornada.
Afortunadamente, en los momentos de descanso para tomar un poco de agua,
siempre estaba Daro haciendo alguna travesura que nos hacía reír.
El proyecto Construction Team comenzó a funcionar en verano de 2015:
se construyeron dos casas y fueron rehabilitadas cinco más. Deseamos
que este proyecto continue funcionando y en breve relatar nuevas
experiencias.
Alejandra, estudiante de arquitectura y monitora del Programa de
Continuidad Escolar en Camboya 2015, nos ilustra con su detallado
relato acerca de cómo es la trepidante labor del equipo de construcción
de PSE durante el verano; otra interesante vertiente del desarrollo del
Programa de Continuidad Escolar.
CONSTRUIR UNA VIVIENDA SOBRE LA BASURA
Recuerdo perfectamente el momento en el que me dijeron que formaría parte del
equipo de construcción durante la siguiente semana. Una parte de mí no se lo
podía creer. Sabía que PSE me estaba dando una gran oportunidad para intentar
entender mi sentido como profesional, y así fue.
El lunes a las 6:30, después de haber estado dos semanas trabajando
directamente con niños en uno de los subprogramas, me acerqué con mis dos
compañeros del equipo de construcción —Jacobo y Pablo— a recoger el material
para luego dirigirnos al barrio donde se encontraba la casa. Junto con el casco,
los guantes, las botas y gafas de protección, nos dieron una mascarilla y nos
advirtieron que era muy probable que la fuéramos a necesitar: desde mi
inocencia, pensé que nos la daban para protegernos del polvo; sin embargo,
cuando llegamos a la pequeña casa de 13 m2 donde vivía aquella familia de nueve
personas, nos dimos cuenta de que la vivienda estaba literalmente encima de una
profunda y amplia laguna oscura de desechos, debajo del suelo había agua
mezclada con basura recolectada y depositada durante muchos años. El estar allí
parecía una situación surrealista. Nos encontrábamos frente a una casa mínima,
con un olor desagradable y el reto de tener que construir nuevamente la casa en
sólo cuatro días. Tuve sentimientos encontrados: por una parte la indignación de
ver el estado en el que vivía aquella familia y por otra, las ganas de intentar
cambiar esa situación; ello hizo que me llenara de una energía imparable que
perduró durante toda la construcción.
EL TRABAJO DURO Y LA SONRISA DE DARO
El primer día, fue una explosión de emociones contradictorias. Ignorábamos con
qué nos íbamos a encontrar allí. Recuerdo que cuando nos presentamos por
primera vez en la casa, atravesamos un largo pasillo que estaba lleno de niños que
corrían de un lado a otro. Me fijé en uno de ellos que tenía una risa muy particular
y una actitud como si siempre estuviera tramando algo. Se llamaba Daro y era uno
de los hijos más pequeños de la familia a la que le íbamos a reconstruir la casa.
Ese pequeño diablillo con aquella risa incesante terminó convirtiéndose en mi
principal fuente de energía durante esos días.
Después de recorrer el eterno pasillo, llegamos a la pequeña casa cuyas paredes
eran telas de pancartas recicladas y algo de chapa, y donde no había ningún tipo
de sistema eléctrico, fontanería y mucho menos de saneamiento. Recuerdo que
pisábamos con cuidado porque la madera del suelo estaba tan podrida que en
cualquier momento podía ceder. Inmediatamente nos acercaron las herramientas
para poder trabajar.
El proyecto se planteaba así: el primer día demoler la casa y poner los nuevos
pilares; el segundo, el suelo; el tercero, el techo; y el cuarto, las paredes.
Estábamos trabajando tres voluntarios europeos y tres jemeres, entre ellos, el
dueño de la casa. Siguiendo el esquema, nos pusimos a derribar las paredes y el
techo. Comenzamos a trabajar con energía y entusiasmo. En cierto momento, el
dueño de la casa me pidió que le acercara la herramienta, un martillo, con la que
yo estaba trabajando. Una vez más, mi inocencia me confundió y me hizo creer
que el hombre lo necesitaba para alguna tarea en ese momento, hasta que me
percaté que en la cultura camboyana las mujeres no realizan tareas en el área de
la construcción. Vi como el hombre agarraba mi martillo e inmediatamente lo
dejaba en el suelo. No sabía qué hacer. No quería que sintiera que le faltaba el
respeto, pero yo estaba allí por una razón: para ayudar y apoyarlos, no podía
permitir que una diferencia cultural me lo impidiera. Decidí entonces que aquello
no me iba a afectar, cogí mi martillo y me puse a derribar las antiguas paredes.
El equipo de construcción, Alejandra y Jacobo, asentando los últimos pilares.
CELEBRACIÓN BAJO EL NUEVO TECHO
El último día me levanté con una sensación un poco rara. No faltaba nada para
acabar la casa, la familia estaba feliz y emocionada y se respiraba alegría en el
barrio. Mientras construíamos, la madre de Daro, la dueña de la casa, traía a sus
amigos y conocidos para que vinieran a ver su nuevo hogar. Daro también invitó a
sus amiguitos y se quedaron todos en una esquina observando como
trabajábamos. Jamás olvidaré las caras de asombro que tenían. Parecía mentira,
pero por un instante el pequeño Daro estaba tranquilo y sólo miraba con atención
cómo su casa estaba a punto de completarse. Ese mismo día, cuando estábamos
poniendo las paredes, el dueño de la casa me acercó una herramienta para que
yo pudiera continuar trabajando. ¡No me lo podía creer! Mi corazón se aceleró y
sentí una felicidad plena. El jemer me había aceptado como parte de su equipo y
con ese gesto demostraba que estaba agradecido.
Ese día, en el tuk-tuk —vehículo típico camboyano— que nos llevó de vuelta a
PSE, sólo pensaba en Daro, en su familia y en esos cuatro días que habían
transcurrido tan rápido. Sentía que mi vida, al igual que la de ellos, había
cambiado. Desde pequeña he sentido pasión por la arquitectura pero jamás me
había planteado por qué. Esa semana entendí que la arquitectura va más allá de
construir espacios materiales, se trata de construir sueños y sonrisas, de crear
reuniones familiares, concebir refugios y oportunidades. El pequeño Daro, con su
risa tan única y peculiar, me hizo entender que le mejoramos un poquito la vida en
sólo cuatro días. Fue un periodo corto de tiempo que estuvimos allí
compartiendo, construyendo, trabajando… cuatro días que aún tantos meses
después, me acompañan todos los días. ¿Qué no daría yo por más sonrisas como
la de Daro?
Los siguientes días, se resumen en un
trabajo imparable: el esfuerzo de
trabajar duro para adelantar lo
máximo posible. Nos convertimos en
grandes observadores y aprendimos
increíbles técnicas de los jemeres.
Nos sorprendieron sus ingeniosas
habilidades para buscar soluciones: si
les faltaba alguna herramienta, por
ejemplo, no dudaban en agarrar un
trozo viejo de madera de la antigua
casa y crear un nuevo utensilio.
También aprendimos de sus métodos
y maniobras para sujetarse y no
necesitar un arnés: recuerdo, el tercer
día, cuando estábamos construyendo
el techo, como un jemer subió a la
parte más alta de la casa y comenzó a
martillear el techo, al principio, nos
quedamos impactados por la rapidez
y la facilidad con la que subió, pero a
los pocos minutos ya estábamos
todos arriba ayudándolo y
aprendiendo de él.
Pablo y Jacobo construyendo el suelo.
La familia al completo junto al equipo de construcción una vez finalizada la
vivienda. Daro es el pequeño que coge la mano derecha de Alejandra.